No hay nada corriente en la biografía de Joseph Murray, el médico que recibió el Premio Nobel de Medicina en 1990 y que falleció el lunes en el Brigham and Women’s hospital a los 93 años. Él mismo presumía en la autobiografía que envió al Instituto Karolinska de Estocolmo con motivo del galardón que le concedieron de que solo había realizado «una actividad que tuviera un ligero parecido con una investigación médica» una vez, cuando hizo un estudio sobre la entonces novedosa técnica de Papanicolau, que ahora se utiliza de manera extensiva para detectar lesiones precancerosas en las células epiteliales de la vagina.
De hecho, fue un médico volcado en la cirugía plástica —entendida como una práctica reparadora— quien recibió el premio, sin embargo, por ser el primero en conseguir un trasplante de riñón entre personas. Lo hizo en 1954, cuando extirpó el órgano sano de un hombre de 23 años y lo insertó en su gemelo.
Esta actividad, sin embargo, no estaba conceptualmente tan lejos de su ocupación principal porque tras estudiar en Harvard, fue destinado como médico durante la II Guerra Mundial a un hospital donde, con apenas bagaje como cirujano, estuvo muy cerca del problema de las heridas que mutilaban y deformaban a los soldados. Debido a esto fue investigando en la cirugía reparadora y, dentro de esta, en los trasplantes de piel necesarios, sobre todo, para tratar a los soldados con quemaduras. Aquella fue su aproximación a este campo y su principal problema: los rechazos. «Como primer teniente con solo nueve meses de práctica quirúrgica, fui asignado al Valley Forge General Hospital de Pensilvania para esperar a los heridos que llegaban del frente», cuenta en su texto autobiográfico. Las tropas «no habían cruzado el Rin todavía y no se había producido la batalla de las Árdenas».
Aquella experiencia dio sus frutos, y, tras los correspondientes ensayos en animales —que acabaron con perros, algo habitual entonces— se procedió a la operación entre hermanos.
Que fueran gemelos no era casualidad. Al contrario de lo que ha sucedido después con estas técnicas, primero se optó por el trasplante de donante vivo, sobre todo porque era una manera de asegurar la compatibilidad. Una docena de gemelos se prestaron al experimento antes de que se acudiera a lo que es la práctica más extendida hoy en día, sobre todo en España, de la donación de cadáver.
Murray siguió el camino que había empezado hasta que lo consideró culminado: en 1959 realizó el primer trasplante de riñón de donante y receptor no emparentado, y en 1962 fue también el pionero en utilizar el órgano de un difunto. No todo fue un camino de rosas para él. Como católico practicante —fue miembro de la Academia Pontificia de Ciencias, que asesora a Vaticano en temas científicos— le resultaron especialmente duras las críticas recibidas por parte de los sectores más conservadores. «Nos acusaron de jugar a ser Dios», recordaba después en el libro de su autobiografía llamado —otra prueba de su espiritualidad— Cirugía del alma. En él, tras recordar cómo en 1971 renunció a ser jefe de trasplantes del hospital Brigham, donde ha fallecido, cuenta cómo volvió a la cirugía reparadora que era su auténtica vocación, con casos muy complejos de reconstrucciones casi totales de cara, las cuales fueron un éxito para su época (aunque él mismo admite que los resultados se alejaban de la normalidad en la apariencia buscada, lo que le llevó, por ejemplo, a contratar en su laboratorio a uno de sus pacientes para que tuviera una salida laboral digna en un entorno donde su aspecto no fuera un obstáculo).
Conservador en muchos aspectos, para Murray fue más importante su familia (tenía seis hijos, tres hombres y tres mujeres) que su propia carrera y así lo manifestó en el texto que envió a la academia sueca relatando antes su origen en el pueblo de su padre, Milford (Masachusets), que sus logros académicos. Especialmente orgulloso estaba de su matrimonio con Virginia Link en 1945. «Cuando asistía a un concierto de la Boston Symphony Orchestra con varios compañeros, me fijé en una adorable dama demasiado encantadora para su acompañante. En el intermedio me las arreglé para conocerla. Era una estudiante de piano y canto. Supe que era la chica con la que iba a casarme». Virginia, Bobby, estuvo con él hasta el final.
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